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Mendivil Locas Ilusiones

Las locas Ilusiones

Apuntes sobre la migración y sus repercusiones en la producción musical popular andina

Por Julio Mendívil

 

htmlrich_fichimagen.jpgJulio Mendivil, destacado intérprete del charango, nacido en Lima, Perú. Es músico, etnomusicólogo y escritor. Ha publicado La agonía del condenado (EDC, 1998), Todas las voces: artículos sobre música popular (Biblioteca Nacional del Perú, PUCP, 2001), Ein musikalisches Stück Heimat: ethnographische Beobachtungen zum deutschen Schlager (Transcript Verlag, 2008) y Del juju al uauco: un estudio arqueomusicológico sobre las flautas de cérvido en la región Chinchaysuyu del imperio de los Incas (Abya Yala, Ecuador, 2010). Ha sido investigador del Departamento de Etnomusicología de la Universidad de Música y Teatro de Hannover. Es miembro de la directiva de IASPM–AL y vocal del grupo de etnomusicología de la Sociedad Alemana de Musicología. Actualmente dirige la cátedra de etnomusicología en el Instituto de Musicología de la Universidad de Colonia, en Alemania.

Estimado Julio, muchas gracias por permitirnos contar con algunos de tus trabajos en esta Ventana, que es también la tuya. Son muchos los frentes en donde es fundamental la difusión de nuestras Culturas y es muy reconfortante encontrar Compañeros como tú, en el Camino.

Alturas
 


 

Evidentemente vivimos descubriendo la pólvora, pues migración ha habido siempre. No sólo en los renglones míticos del éxodo bíblico ni en la triste ruta errabunda del pithecanthropus, también los desplazamientos de los visigodos por tierras sureñas o los asaltos de los hunos al este de Europa fueron migraciones. Puestos a ver las cosas, el mismo poblamiento del continente americano no fue sino el resultado de consecutivas hordas migratorias asiáticas llegadas al Nuevo Mundo por el estrecho de Behring; así que migración ha habido siempre. Por eso, cuando Lévi-Strauss afirmó hace unos años que la humanidad del tercer milenio habría de enfrentarse no sólo a las negativas consecuencias de la industria en el medio ambiente sino también al problema demográfico y a la explosión migratoria, no hacía sino recordarnos que es el mismo sol el que nos alumbra cada mañana aunque se vea algo diferente.

No es casualidad alguna que la definición actual del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Españo (1) la incluya un perfil bastante económico del término, pues si la migración había sido hasta hace poco, ante todo, un concepto histórico que se refería a la “acción y efecto de pueblos y razas de pasar de un país a otro para establecerse en él”, hoy por hoy denota en primera instancia “el desplazamiento demográfico de individuos o grupos, generalmente por razones económicas”. Por irónico que parezca, en un mundo globalizado en el cual no necesitamos movernos de casa para comprar un CD en Argentina o una bicoca en Burkina Faso, las migraciones se han vuelto, sino más intensas, más latentes. Ciertamente se trata de un fenómeno estrechamente vinculado al desequilibrio tecnológico y al desigual acceso a los recursos de la tierra agudizado con la crisis de la modernidad –o su radicalización, como diría Giddens (2) - pero creo que reducirlo al concepto de capital humano, sería reducirlo a sólo uno de sus infinitos rostros.

Evidentemente las causas y efectos de la migración son tan añejos que fácilmente podrían encontrarse en los renglones del Antiguo Testamento o en la saga de los Argonautas, aunque nunca jamás hayan logrado las dramáticas dimensiones que han alcanzado en el mundo actual: más de cien millones de personas residen fuera de su país de origen, mientras el campo sufre un abandono anual de treinta millones. La migración se ha vuelto un verdadero dolor de cabeza para los estados y los científicos sociales, quienes nos previenen de un futuro espeluznante: falta de mano de obra campesina, desequilibrio de sistemas ecológicos, superpoblación en las metrópolis e incremento de los conflictos sociales. Pero más allá de la “paranoia por la alta tecnología” de la que habla Jameson (3), la migración tiene sus raíces en disputas menos terrenales que las de ganarse el pan de cada día: Ya sea en el Himalaya, en Jerusalén, en los Balcanes o en Chiapas, dioses y dogmas étnicos expulsan a los hombres a la diáspora con tanta eficacia como el atraso agrario o los ejércitos incaicos cuando desplazaban a los pueblos sublevados.

La migración en el Perú es también de larga data. Desde la presencia de elementos amazónicos en culturas andinas tan tempranas como Chavín, pasando por los innumerables desplazamientos míticos o religiosos hasta la expansión del quechua desde la costa central al Cuzco y de ahí a gran parte de los Andes durante el imperio y la Colonia, el territorio que hoy llamamos Perú ha estado siempre marcado por el paso errante de grupos en busca de una tierra prometida. Incluso, con un poco de buena voluntad, podríamos calificar la devastadora invasión militar española como el germen de numerosas olas migratorias, pues los Pizarro y los Almagro no sólo nos donaron parte de las semillas de las que habría de brotar el árbol genealógico de los peruanos actuales, también nos abrieron los violentos senderos que nos unen al África negra, o mejor dicho, que unen ésta a nuestra tierra pues, aunque ello disguste a los puristas, la autenticidad no se rige por la pertenencia originaria a un territorio sino por la capacidad de fundar o continuar una tradición en él.

Pero no se crea que la sociedad peruana se caracteriza precisamente por su apertura, aun cuando el peruano, en abstracto, tenga actualmente fama de hospitalario con los foráneos. Como todo grupo humano constituido la sociedad peruana parece repetir con Rilke desde siglos: “Cerca es sólo aquí dentro, el resto es ajeno”. Una larga cadena de restricciones ejercidas por los gobiernos han reforzado desde tiempos remotos la desconfianza natural que despierta la alteridad en los grupos humanos. El gobierno autoritario de los Incas prohibió la migración interna para ejercer un mejor control de las poblaciones subyugadas. Para abandonar la región natal se requería de un permiso especial, pero llevando en sus trajes la marca ineludible de la pertenencia étnica (4). En tiempos coloniales fue en cambio la inmigración la que hubo de sufrir bajo el celo de los poderosos en una política que no dejaba de ser contradictoria. Al mismo tiempo que se desplazaban vastos contingentes de mitayos a los centros mineros, las puertas del Virreinato se mantuvieron, en principio, cerradas para los europeos no españoles. La iglesia temía demasiado la expansión reformista y así, el ingreso de un rico al reino de los cielos terminó siendo un juego de niños frente al de un luterano o un calvinista a tierras americanas (5). Es recién con el arribo de la República que el Perú abre sus puertas a los colonos extranjeros. Después de la independencia los hacendados costeños aprovecharon la expansión del comercio internacional y la enorme demanda de materia prima por parte de Europa para promover la explotación de azúcar y algodón en los valles y la extracción del guano en las islas del litoral. Pero la mano de obra escaseaba y el gobierno se vio en la necesidad de expedir la primera ley de migración en 1849. Sin embargo las condiciones deplorables que ofrecía el nuevo estado no llegaron a cautivar a los hijos del antiguo continente al no poder de garantizarles la riqueza que éstos anhelaban. La industria peruana era de por sí incipiente y las condiciones de vida que ofrecía el campo no podían siquiera competir con las de las sociedades pobres rurales de Italia o Polonia (6). Años después, en 1854, debido a la abolición de la esclavitud que había generado el arribo masivo de la población rural negra a espacios urbanos con el respectivo abandono de los espacios rurales, la aristocracia tuvo que recurrir a inmigrantes chinos –culíes- para contrarrestar la escasez de mano de obra en sus plantaciones azucareras y algodoneras del norte (7).

Los desplazamientos masivos al interior del territorio peruano tampoco tuvieron mayor suerte. Aunque la Guerra del Pacífico había empujado a un número considerable de refugiados campesinos a las grandes ciudades la migración interna siguió siendo más bien puntual (8). Recién en los años cuarenta la depresión de la agricultura y de la minería determinó un giro en la movilidad étnica que habría de cambiar radicalmente la imagen de ciudad capital y del país entero. Desprovistos de esperanza en sus pagos los indígenas volcaron el rostro hacia a Lima y se asentaron en sus suburbios para formar los primeros “cinturones de miseria”. La Lima que se jactaba de su pasado virreinal de pronto se encontró invadida de provincianos que hablaban el español con acento, celebraban raras fiestas en los días de guarda y zapateaban al compás de arpas y violines que semejaban tanto a sus arquetipos europeos como Frankenstein a un ser humano. Y entonces, rodeada por esa multiplicidad de tradiciones que ponía en tela de juicio su oficialidad, la capital se replegó en su pasadismo colonial, mientras que los “cinturones de fuego de la renovación” –como los llamaría Arguedas (9)- terminaron de enterrar sus añoranzas coloniales con sus muchedumbre de vendedores ambulantes y microbuseros bullangueros.

Es a no dudarlo en la música donde más nítidamente puede rastrearse la huella de la migración en la sociedad peruana y creo que una arqueología de las letras de los huaynos que abordan el tema de la migración bien podría mostrar la reorientación conceptual del inmigrante que va de la añoranza a la esperanza. Al repasar los textos clásicos del cancionero andino de las décadas del cuarenta y el cincuenta, es fácil percibir que en ellos la migración aparece siempre como involuntaria, debiéndose o a la pobreza, a la orfandad o al desengaño amoroso, mas simbolizando siempre un fracaso social. Migrar se presenta entonces en ese contexto como una pérdida de la relación natural con la tierra, con el nexo familiar y social, y por ende, como un castigo que sólo permite al inmigrado el desarraigo.

Víctima del desprecio por usurpar un espacio social ajeno -al menos desde la perspectiva de los invadidos-, por la supuesta incapacidad lingüística que resulta de hablar un segundo idioma y por la imposibilidad de integración inmediata, el nuevo habitante de la ciudad se vio pronto reducido en su estatus social y cultural y lo registró en sus cantos. Esa discriminación ha quedado grabada en el repertorio popular de la sierra de diversas maneras: como lamento, como símbolo de fracaso, como sátira o como protesta, pero ha ido variando con los años hacia una actitud más positiva de parte de los provincianos quienes actualmente ven en Lima ya no la boca de un cuerpo mítico que los devora sino una posibilidad de ampliar sus horizontes económicos y culturales (10). Así, si Flor Pucarina cantaba al desarraigo de quien deja el terruño para perderse, años más tarde El Jilguero del Huascarán habrá de cantar su triunfo sobre el hostil mundo moderno y sin ahorrarse la ironía. Dice el bardo ancashino:

“En una lancha voy a zarpar,
en un aeroplano he de regresar
y cuando me vengan a recibir
¡Ay ispik inglish!, voy a decir”

Desde la década del sesenta gran parte del cancionero de los inmigrantes vino a reciclarse en los cantos de quienes trataron de confluir los mundos supuestamente divorciados entre los que se desenvolvían: en la música chicha, esa mezcla de elementos musicales andinos con géneros foráneos como la cumbia o el beat. Pronto los hijos de los provincianos se fueron entregando a los gustos y a las modas que desparramaban los medios de comunicación masivos y las guitarras chicheras más temprano que tarde empezaron a interpretar el repertorio tradicional, mas con un sabor a modernidad que no aparentaba ser afín con el estático carácter que Arguedas–ahora sabemos injustamente- le había estampado (11). Esa reformulación de los recuerdos ahora me parece tan evidente, pero quienes abanderábamos y anhelábamos la transformación entonces no la percibimos. Entrenados en buscar autenticidades y genealogías, no supimos escuchar las voces que nos anunciaban esos cambios y, al colocar al inmigrante entre dos sociedades supuestamente inconciliables, empezamos a medir nuestras simpatías en función a sus lealtades hacia una u otra cultura. De ese modo pronto vimos en la conservación de las tradiciones regionales un sello de resistencia cultural mientras que en la asunción de elementos provenientes de la llamada cultura occidental –sobre todo aquellos que provenían de la ya mencionada cultura de masas- un claro caso de aculturación o enajenación social. Y no entendimos que las locas ilusiones que cantara alguna vez el cholo Abanto Morales ya empezaban a ser conjugadas frente a nuestras narices en imperfecto.

La presencia provinciana no sólo alteró la fachada de Lima, también replanteó la relación de los inmigrantes con sus lugares de origen como lo sugieren los estudios sobre las asociaciones de inmigrantes que ha realizado Teófilo Altamirano. Desde la perspectiva limeña las asociaciones eran negativas pues promovían la migración a Lima al actuar como una especie de seguro social familiar. Altamirano, por el contrario, ha demostrado que éstas también promueven la migración de retorno en cuanto mejoran las condiciones de vida en sus propias localidades (12). Por supuesto la migración ha ocasionado “aquí” y “allá” conflictos generacionales, políticos o culturales entre inmigrantes y poderes locales. Conectadas con los prodigios de la globalización y de los medios de comunicación masiva, las nuevas generaciones han empezado a recrear su pertenencia espacial, remitiéndose ya no al casi mítico suelo natal, sino a esa especie de limbo llamado cultura. Así lo ha constatado Gisela Cánepa Koch, quien basándose en las premisas de Arjun Appadurai y coincidiendo con las propuestas de Martin Stokes sobre la construcción musical del espacio (13), ha analizado la incorporación de las cámaras de vídeos o de la fotografía como principio de autenticidad en las danzas de inmigrantes paucartambinos en Lima. Según Cánepa Koch refirió en el “Simposio Internacional sobre Ritualidades Latinoamericanas” realizado el 2001 en Ascona, Suiza, ya no es sólo la danza “originaria” –la práctica local, el allá- lo que determina la autenticidad de una representación, hoy en día también su registro gráfico establece las normas con que ésta se perenniza. ¿Pérdida de identidad o des-centralización y des-territorialidad de las prácticas rituales? ¿desvirtualización o reformulación de los recuerdos? ¿destrucción de las culturas tradicionales o emergencia en éstos de polos de modernidad insospechados? Bien podríamos responder con las palabras de García Canclini: “El conflicto entre tradición y modernidad no aparece como el aplastamiento ejercido por los modernizadores sobre los tradicionalistas, ni como la resistencia directa y constante de sectores populares empeñados en hacer valer sus tradiciones. La interacción es más sinuosa y sutil: los movimientos populares también están interesados en modernizarse y los sectores hegemónicos en mantener lo tradicional, o parte de ello, como referente histórico y recurso simbólico contemporáneo.” (14). En dos palabras: cada uno lleva agua para su molino.

Pero si ese eclecticismo aún lleva a algunos a fruncir el ceño se debe sin duda alguna a la dicotomía con que venimos pensando el Perú tradicionalistas y modernos. El proyecto de un estado mestizo cautivó desde principios de siglo tanto a la izquierda y al centro como a la derecha; es por ello que muchos creímos ver en la convivencia de diversos grupos étnicos dentro de un espacio geográfico delimitado los gérmenes de ese mestizaje que habría de sintetizar la peruanidad. Pero contrario a los pronósticos de Haya o de Mariátegui –quienes veían en un alianza de clases un sinónimo de integración nacional cultural (15) -, ese zafarrancho de tradiciones en plena transformación no parió ninguna nueva raza ni ningún país unitario. Hoy en los albores de un nuevo milenio empezamos a descubrir que la convivencia no mata las diferencias, que en el tablero de juego que es el Perú, a lo mucho, cambia el orden de las fichas, mas no las suprime; que como soñara Arguedas, vivir el Perú es vivir todas las patrias. De hecho la migración ha acercado a numerosos grupos étnicos que permanecían antes alejados por condiciones geográficas o espaciales. Mas en nuestro afán de construir alianzas de clase pasamos por alto que, justamente allí donde las fronteras se diluyen, se hace más urgente una identidad propia, se hace más imperiosa la diferencia. Y nos guste o no nos guste, hoy, en vez de un nuevo peruano, tenemos nuevos cuzqueños, nuevos puneños, nuevos loretanos y nuevos ucayalinos.

Por supuesto no es todo color de rosa. El desplazamiento de jóvenes con una capacitación deficiente, producto de un sistema educativo nacional elitista y centralista, ha generado un desequilibrio en la oferta laboral en las grandes ciudades. Un grupo de investigadores que ha seguido de cerca el caso de Ayacucho, una ciudad atiborrada de refugiados de guerra provenientes de las zonas rurales en conflicto, ha advertido que el crecimiento poblacional en la ciudad no ha aumentado de manera equitativa a la oferta laboral o al PBI departamental, incidiendo esto directamente en las remuneraciones laborales, las cuales se vuelven cada vez más precarias (16). Un fenómeno similar sufrió el mercado laboral en la capital. Según un informe del Ministerio de Trabajo del año 1998 “la migración hacia Lima tuvo el efecto de exacerbar el crecimiento poblacional de esta ciudad, el cual ya era alto como consecuencia de la explosión demográfica. Más aún, la oferta laboral se incrementó sustancialmente y se situó en niveles inmanejables, desde el punto de vista del crecimiento de la demanda de mano de obra. En este sentido, la migración ha tenido un gran papel en la determinación del excedente acumulado de mano de obra en el mercado laboral peruano y que hoy en día se expresa a través de importantes niveles de subempleo, especialmente por ingresos. (17)"

Pero aún en ese marco desolador la población inmigrante ha sabido sobreponerse a las adversidades, pues como ha subrayado Marvin Harris, cada minoría posee una peculiar capacidad de adaptación para sobrevivir y prosperar en la situación concreta en la que se encuentra (18). Así, frente a la falta de iniciativas por parte del Estado o del sector privado, la población inmigrante ha sabido desarrollar estrategias económicas que van desde el ejercer la artesanía más tradicional hasta la fundación de microempresas, incluso ilegales como en el caso de los vendedores piratas de cassettes y CDs que pueblan las grandes avenidas y los centros comerciales de las ciudades peruanas. Abundantes canciones chichas, como “Ambulante soy” de los Shapis, “El provinciano” de Chacalón, “Carretillero” de Tongo y muchas otras, son el testimonio directo de lo que en otra oportunidad he llamado “la saga de la microempresa y el sueño capitalista de los ambulantes” (19). En ellas el inmigrante expresa su derecho a hacerse de lo que en el modelo de Harris-Todaro se ha denominado “beneficio neto” de la migración (20) y ya no los lamentos del desarraigo.

Por supuesto la numerosa presencia de “foráneos” en ciudades que defienden una tradición cuasi metafísica ha originado un incremento de brotes racistas y de discriminación social en la sociedad peruana. En el país de todas las sangres, éstas conservan todavía claras jerarquías: “el dime con quién andas” de antaño ha cedido su lugar a un examen social que involucra la apariencia y el habla, aunque casi nadie en la capital pueda jactarse de ser limeño de pura cepa, de no tener de inga ni de mandinga. Pero la presencia masiva de provincianos le otorga a la otrora Ciudad de los Reyes un carácter tan popular que quizás en unos años sólo los suicidas se atrevan a menospreciar a los que no son capitalinos netos.

Por ser hijo de inmigrantes japoneses y el primer presidente símbolo de una descentralización racial del Poder Estatal, Fujimori estaba llamado a ser el símbolo de la multiculturalidad en el Perú. Pero resultó más apto para paradoja que paradigma. La política económica de García y el recrudecimiento de la guerra senderista entre los años 1985-1990 habían convencido a 39,000 profesionales de que la suerte estaba en otros lares y alzaron vuelo como el pajarillo ayacuchano (21). Tras el autogolpe del 92 con la agudización de las medidas neoliberales y siguiendo las pautas de un siniestro “Plan Verde” – supuestamente confeccionado por militares e impuesto a Fujimori- el gobierno obligó a numerosos sectores de las clases media y baja a migrar como una forma de regular el mercado laboral que el APRA había destrozado y como un recurso para captar divisas mediante los envíos de dinero de los inmigrantes a sus familiares. La fuga de talentos recrudeció tan enérgicamente que la inteligencia nacional casi fue suplantada por los “Diarios Chicha” y la Tecno-Cumbia. Desde entonces en Europa, en Japón o en los Estados Unidos, miles de peruanos prueban su suerte como indocumentados (22). Han renunciado a sus derechos ciudadanos para alcanzar la dignidad que su propia patria se niega a brindarles. Lavan platos, limpias casas, tocan charangos y quenas en las estaciones de los trenes para realizar su sueño de “conquistar América” en tierras europeas o asiáticas. No saben si la balanza habrá de inclinarse hacia los costos o los beneficios de la movilización. Mas incluso la incertidumbre es mejor que la desesperanza y, al igual que esos hoy míticos inmigrantes de la Lima de los cuarenta, se las buscan mientras van removiendo junto a turcos, chilenos, bosnios, marroquíes y chechenios los cimientos de las grandes metrópolis, aunque lo hagan –por supuesto- manteniendo las diferencias. Se trata de una lucha que reproduce tanto las lealtades como deslealtades peruana y las aprendidas en esas tierras contradictorias que los acogen: xenofobia, marginación social, por un lado, recreación e invención de tradiciones, agudeza de ingenio, superación económica, por el otro. A la cínica definición de inmigrante propuesta por Bierce en su Diccionario del Diablo -“Persona ignorante que piensa que un país es mejor que otro (23)”- miles de peruanos parecen anteponer las palabras de Cortázar: “Todo es nuestro, pero con amenazas”.

Quizás el mejor ejemplo de ello lo ofrezcan los grupos mestizos de música neo-andina que pululan por las zonas peatonales del viejo mundo, quienes valiéndose de los clichés europeos sobre lo indígena han logrado inventarse una identidad “latinoamericana” en la que confluyen increíblemente el mainstream, la música rumana, la pentatonía andina y los avances de la tecnología del sonido. Durante la década de los sesenta la primacía de los gobiernos militares en el subcontinente obligó a numerosos grupos a emigrar hacia las grandes metrópolis europeas donde habrían de convocar a la resistencia en actividades culturales y mostrar, si no las tradiciones artísticas tradicionales, al menos el canto comprometido del neo-folklore latinoamericano que enarbolaban grupos como Quilapayún o Inti Illimani. Una década después la mayoría de los músicos no aducían más razones políticas sino económicas para su diáspora y, aunque los cánones musicales seguían siendo los de la llamada música latinoamericana, el acento regional aún permitía a los pocos conocedores reconocer diferencias entre el repertorio ya sea un grupo peruano, chileno, boliviano o ecuatoriano. Debido a que los escenarios callejeros de que disponían acusaban grandes dimensiones espaciales o bulliciosos alrededores –zonas peatonales, plazas, parques, etc.- pronto los grupos se vieron en la necesidad de recurrir a la tecnología del sonido. Con la incursión de la amplificación, sucedida a principios de los años noventa, estos grupos habrían de vivir cambios rotundos. El primero y más notorio de ellos fue sin duda el uso de guitarras electroacústicas, lo que permitían un trabajo más centrado en la armonía y no tanto en la melodía como había sido el caso antes, pues sólo las flautas podían hacerse notar sin sonido amplificado. La proliferación de conjuntos latinoamericanos en Europa por otra parte, como en el caso de la migración interna peruana, originó una disminución de la demanda y un recrudecimiento de la competencia entre grupos, quienes pugnaban ahora por los mismos espacios. Como respuesta a esa competencia que hacía más difícil un beneficio económico excedente, los grupos callejeros empezaron a reducir el número de sus miembros, recurriendo a baterías computarizadas o playbacks preprogramados para suplantarlos.

Una de las consecuencias directas de esta medida fue el reciclaje de los músicos desechados en grupos internacionales, donde las ya difusas diferencias nacionales terminaron por mimetizarse en un complejo “latino” globalizante. Paralelo a este proceso tuvo lugar otro de apertura musical hacia formas musicales más afines a la tecnología como el rock y el mainstream en un juego doble que incluía tanto la ejecución de un repertorio musical pop con elementos o instrumentos tradicionales como la interpretación de temas tradicionales con elementos de las corrientes musicales modernas de Occidente u otras tradiciones periféricas. Entonces estos grupos dejaron de representar “lo latinoamericano” para pasar a representar la idea de lo latinoamericano que esperaban de ellos sus oyentes. Es cierto que difícilmente podría un oyente europeo advertir que la zampoña andina tuvo que ceder su lugar a la flauta de pan de Zamfir, que las melodías pentatónicas del repertorio tradicional se han replegado ante las embestidas del ranking o que las abundantes melenas azabache se inspiran más en los Western de Hollywood que en el recuerdo de los ancestros de carne y hueso, no obstante esas cabelleras oscuras que se lucen ahora junto a casacas de cuero y Levis desteñidos, esas flautas de pan acompañadas de sintetizadores modernos, esconden una verdad más contundente que aquella que denuncian los jueces de la enajenación cultural: el nacimiento de una manera novedosa de sentirse latino y de reconocerse y distanciarse de los otros en base a una identidad propia, igualmente construida como aquella otra tenida por legítima. Es cierto que la música de las bandas ambulantes no es más esa que ellas dejaran años atrás en sus países de origen sino una especie de feria musical virtual donde confluyen todas las premisas de la multiculturalidad, ello no tiene, empero, por qué mermar su autenticidad y menos su valor documental como expresión cultural de un grupo humano. Y menos aún su fertilidad. Porque estos grupos de parias musicales en vez de nutrirse de las tradiciones “originarias”, empiezan a influir en éstas y así el charango suena hoy en Otavalo –donde se le desconocía hace unas décadas-, la guitarra electroacústica reina en los conjuntos ayacuchanos y la zampoña empieza a convertirse en un instrumento solista. En general, puede advertirse una apertura más radical hacia formas musicales foráneas, y lo multicultural empieza convivir con la defensa de lo local y de lo específico con la misma naturalidad con que San Martín de Porres reuniera alguna vez a perros, ratones y gatos.

Hobsbawm ha denominado a este tipo de fenómenos “tradiciones inventadas”, aduciendo que estas surgen justamente ahí donde las condiciones estructurales de una sociedad impiden a un grupo determinado ejercer las formas antiguas de formalización social o ritual (24). Pero no sólo las formas antiguas se reacomodan para establecer lo nuevo, sino como hemos visto, también lo nuevo se perfila dentro de una totalidad mayor para insertarse en la tradición y desde ahí crear una continuidad con relación al pasado (25). A ese tipo de nuevas tradiciones venimos prestando atención actualmente los etnólogos –que a diferencia de la Real Academia y del Estado no distinguimos entre inmigrantes económicos, políticos o religiosos- pues en nuestros días la metrópoli es la mar en la que desembocan todos los ríos culturales del planeta y es ahí donde surgen los nuevos retos que enfrenta nuestra disciplina actualmente.

Mientras el coche de Djaguernauth –para usar la metáfora de Giddens (26)- sigue avanzando y destrozando todo, mientras se intensifican los brotes xenófobos en el viejo mundo y el mercado laboral sigue deteriorándose, mientras oscuros nacionalismos nos hacen temer el regreso de los pogromos y de los chivos expiatorios, la enorme capacidad creativa de los inmigrantes en la constitución de estrategias de apropiación y creación de tradiciones nos permiten aventurar una esperanza y creer que el tono apocalíptico de Giddens no es definitivo. Y que tal vez, como en el caso de la migración interna peruana, la presencia física de las culturas periféricas en el centro –o en los centros- contenga el germen de nuevas identidades más pluralistas, porque migración seguirá habiendo, como la ha habido siempre. Y porque más allá de lo multicultural de los posibles encuentros, las disensiones y los hiatos seguirán existiendo, aun cuando aparenten haberse extinguido. Es por eso que Geertz ha dicho que los antropólogos tendremos que aprender a sacar partido de diferencias más sutiles (27). Pero eso ya es parte de otra historia.

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(1) Véase Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Espasa Calpe. Madrid, 1992.
(2) Véase Anthony Giddens Konsequenzen der Moderne. Suhrkamp. Frankfurt, 1999, pp. 70.
(3) Véase Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Paidós. Barcelona, Buenos Aires, México, 1995, pp. 85.
(4) Véase Bernabé Cobo Historia del Nuevo Mundo, tomo II. Madrid, 1964, pp.113.
(5) Véase Klaus Rummerhöller “Geschichte der Migration in Peru“. En Rose Haferkamp, Annette Holzapfel y Klaus Rummerhöller Auf der Suche nach dem besseren Leben. Migranten aus Peru. Horlemann. Bad Honnef, 1995, pp. 44.
(6) Véase “En torno al tema de la inmigración”. En José Carlos Mariátegui Peruanicemos al Perú. Editorial Amauta. Lima, 1979, pp. 128.
(7) Véase Klaus Rummerhöller. Ibíd, pp. 45.
(8) Véase Klaus Rummerhöller. Ibíd, pp. 45.
(9) Véase “El indigenismo en el Perú”. En José María Arguedas Indios, mestizos y señores. Editorial Horizonte. Lima, 1985,pp. 23.
(10) Véase “De la añoranza a la conquista: La migración en la música andina”. En Julio Mendívil Todas las voces. Artículos sobre Música Popular. Biblioteca Nacional del Perú. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 2001, pp. 41-45.
(11) Véase “El huayno (La canción popular mestiza en el Perú, su valor documental y poético)”. En José María Arguedas Nuestra música popular y sus intérpretes. Mosca azul Editores. Lima, 1977, pp.7.
(12) Véase Teófilo Altamirano Presencia Andina en Lima metropolitana. Estudio sobre migrantes y clubes de provincianos. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 1984, pp. 180.
(13) Véase Arjun Appadurai Modernity at large.Cultural Dimensions of Globalization. University of Minnesota Press. 1996. Igualmente véase “Introduction”. En Martin Stokes: Ethnicity Identity and Music: and the musical construction of place. Oxford & Providence, USA, 1994, pp. 1-24.
(14) Véase Néstor García Canclini: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1995, pp. 257.
(15) Véase José Carlos Mariátegui “El problema de las razas en América Latina”. En Ideología y política. Empresa Editora Amauta, Lima, pp. 80; José Carlos Mariátegui “Colofón”. En Luis E. Valcárcel Tempestad en los Andes. Editorial Universo. Lima, 1972, pp. 182-183. Víctor Raúl Haya de la Torre El antiimperialismo y el APRA. Imprenta Editorial Amauta, Lima, 1972, pp. 52.
(16) Véase al respecto Víctor Caballero Martín, Enrique González Carré, Teresa Carrasco Cavero y Efraín Palomino Vallejo. Ayacucho y el problema laboral. Chirapaq. Lima, 1995, pp. 98-99.
(17) Véase Ministerio de Trabajo y Promoción Social. “Migración y empleo: el caso de Lima Metropolitana”. En Boletín de Economía Laboral. Año, 3, Nro. 10. 1998.
(18) Véase Marvin Harris Antropología Cultural. Alianza Editorial. Madrid, 1990, pp. 397.
(19) Véase “Inca Rock: De la ‘música loca’ al mainstream cholo”. Ibíd, pp. 41-45.
(20) Harris, J.R. y M. Todaro “Migration, Unemployment and Development: A Two Sector Analysis”, American Economic Review. Nr. 13, Nro. 2. Marzo, 1970, pp. 126-142.
(21)Véase Carlos Aquino Rodríguez Migración internacional del trabajo: el caso de los peruanos en Japón. Reporte presentado en la 8va. Reunión del Grupo de Trabajo de Desarrollo de Recursos Humanos del Pacific Econimic Cooperation Council. Mayo, 1999. Hong Kong. Documento inédito, pp. 4-5.
(22)Véase Klaus Rummerhöller. Ibíd, pp. 56-60.
(23) Véase Ambrose Bierce The Devil Dictionary. Reclam. Stuttgart, 1999, pp. 60.
(24) Véase Eric Hobsbawm“Introduction: Inventing Traditions”. En Eric Hobsbawm & Terence Ranger The Invetion of Tradition. Cambridge University Press. Cambridge, 1983, pp. 5.
(25) Véase Eric Hobsbawm, Ibíd., pp. 7.
(26) Véase Anthony Giddens Konsequenzen der Moderne. Suhrkamp. Frankfurt, 1999, pp. 173.
(27) Véase Clifford Geertz Los usos de la diversidad. Paidós. Madrid, 1996, pp. 68.

 

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