El Error como condicionamiento cultural y las facultades musicales
Por Julio Mendívil
Julio Mendivil, destacado intérprete del charango, nacido en Lima, Perú. Es músico, etnomusicólogo y escritor. Ha publicado La agonía del condenado (EDC, 1998), Todas las voces: artículos sobre música popular (Biblioteca Nacional del Perú, PUCP, 2001), Ein musikalisches Stück Heimat: ethnographische Beobachtungen zum deutschen Schlager (Transcript Verlag, 2008) y Del juju al uauco: un estudio arqueomusicológico sobre las flautas de cérvido en la región Chinchaysuyu del imperio de los Incas (Abya Yala, Ecuador, 2010). Ha sido investigador del Departamento de Etnomusicología de la Universidad de Música y Teatro de Hannover. Es miembro de la directiva de IASPM–AL y vocal del grupo de etnomusicología de la Sociedad Alemana de Musicología. Actualmente dirige la cátedra de etnomusicología en el Instituto de Musicología de la Universidad de Colonia, en Alemania.
Estimado Julio, muchas gracias por permitirnos contar con algunos de tus trabajos en esta Ventana, que es también la tuya. Son muchos los frentes en donde es fundamental la difusión de nuestras Culturas y es muy reconfortante encontrar Compañeros como tú, en el Camino.
Alturas
En un ensayo algo polémico se queja el escritor nigeriano Chinua Achebe de que los críticos literarios occidentales traten a los narradores africanos como si estos fueran tristes víctimas de un destino inexorable que los condena a permanecer en un estadio de desarrollo artístico inferior al del mundo civilizado. Para tales expertos la literatura africana no estaría aún en condiciones de producir obras universales como las de europeos o americanos, pues el suyo seguiría siendo, pese a sus loables esfuerzos, un arte todavía precario y deficiente. Achebe aduce por el contrario que la particularidad de la literatura africana radica justamente en su imposibilidad de reproducir a la perfección los patrones estéticos impuestos por la expansión cultural europea. El error en la imitación como resultado del condicionamiento cultural, razona nuestro autor, promovería en afortunadas ocasiones la creación de lenguajes artísticos inéditos y alternativos. Dice Achebe: “¿No tomaron los negros americanos, después de que los despojaran de sus instrumentos, la trompeta y el trombón para tocarlos como nunca habían sido tocados, incluso como nunca deberían haber sido tocados? ¿Y no fue el jazz el resultado de ello? ¿Se atrevería alguien a decir que eso fue una pérdida para el mundo o que aquellos negros esclavos, que comenzaron a apropiarse de los instrumentos de sus amos, deberían haber tocado mejor Foxtrott o Valses?”
Si bien coincido con Achebe en que ninguna literatura está obligada a seguir a pie juntillas los derroteros de las letras occidentales, hay algo en su argumentación que me produce una desazón tremenda. Y es que, entre líneas y camuflado tras una legítima renuencia al etnocentrismo, creo percibir en sus renglones un determinismo cultural que, al devenir en racial, resulta tan pernicioso como el de los críticos literarios que él censura con justa razón. Tengo razones para creerlo así.
La idea de que las razas poseen propiedades intrínsecas es de antigua data y tomó inusitada fuerza, paradójicamente, cuando la Europa ilustrada empezó a imaginar a los humanos como un ente universal. El determinismo racial fue sostenido entonces por pensadores tan célebres como Linneo y Kant, en el siglo XVIII, y posteriormente por Hegel en el siglo XIX, quienes trataron de demostrar, sobre la base de sistematizaciones supuestamente científicas, que las diferencias intelectuales y físicas entre los diversos pueblos se remitían a condicionamientos biológicos. De este modo, el que el caucásico se encontrase siempre en la cúspide de dichas clasificaciones, se asumió en las incipientes ciencias sobre el ser humano como una verdad natural e inobjetable.
Tomado como un principio científico durante el siglo XIX, el concepto de raza se dispersó rápidamente en disciplinas como la etnología y la biología. No es de sorprender entonces que la creencia de que la raza determina las facultades musicales de un pueblo hallara eco entre los precursores de los estudios sobre música no europea. En las primeras décadas del siglo pasado, por ejemplo, Erich von Hornbostel, uno de los fundadores de la musicología comparada, defendió la hipótesis de que era en el ritmo donde las razas expresaban más nítidamente sus aptitudes musicales y que, por consiguiente, la polirritmia africana o la “heterorritmia” de los indios amazónicos, así como su aparente incapacidad melódica y armónica, obedecían a órdenes genéticas superiores a la voluntad de cualquier individuo de esas sociedades. Por una ironía del destino, y aún pese a las evidentes coincidencias con algunos de los postulados deterministas de los nacionalsocialistas, Hornbostel tuvo que abandonar Berlín el año 1933 porque por sus venas corría la misma sangre judía que, según Richard Wagner, había engendrado música tan abominable como la de Mendelssohn-Bartholdy. Su discípulo Fritz Bose, un ario, correría mejor suerte durante la dictadura. Instalado en las oficinas del Instituto de Investigación Sonora de Berlín, afín al gobierno, sostendría en esos años, no sólo como su maestro que los componentes raciales eran determinantes para definir las dotes musicales de un grupo étnico, sino que estos eran además más fuertes que el ambiente cultural circundante. Así, los negros norteamericanos, pese a las influencias “civilizadoras” recibidas de un estado moderno como los Estados Unidos, seguían reproduciendo las preferencias musicales de sus antepasados africanos, pues dichas costumbres se hallaban incrustadas en su composición biológica como herencias venidas de tiempos inmemoriales. Debemos a semejantes dislates, sin duda alguna, que se haya esparcido por doquier la creencia de que los negros llevan el ritmo en la sangre, que los árabes sólo pueden cantar con melismas y que los indígenas del Ande son tan propensos a los cantos tristes pentatónicos como los europeos al orden simétrico de la armonía tonal. Pero todas estas afirmaciones carecen por completo de sustento científico y engrosan la larga lista de prejuicios con que miramos la música que se produce más allá de nuestras narices.
La idea de raza se esconde a veces tras engañosas apariencias. Debido al desprestigio que adquirió en la segunda mitad del siglo XX en círculos científicos —al que habré de referirme más adelante—, el determinismo racial fue transformándose paulatinamente en uno cultural, igual de letal que el precedente. Y es que cuando deviene en instinto y se le niega a sus portadores toda voluntad de decisión consciente, la cultura pasa a convertirse en una instancia biológica, en una fuerza indomable análoga a la “raza” que condiciona el comportamiento. ¿Pero cuál es el problema con la idea de raza? ¿No sigue siendo usado este término en algunas ciencias y en el habla popular cotidiana?
El concepto de raza comenzó a ser cuestionado desde mediados del siglo XX por biólogos y etnólogos puesto que no existen marcadores biológicos que involucren todo lo que implica una “raza”. En el siglo XIX esta idea se sustentó sobre el supuesto que las variedades genéticas eran responsables de la divergencia física y de comportamiento de los diferentes grupos humanos. Pero en el siglo XX, sin embargo, numerosos estudios pusieron en evidencia que las variedades genéticas entre los miembros de una población con rasgos y hábitos culturales comunes puede ser tan alta como las que existen entre los miembros de poblaciones disímiles. Igualmente quedó al descubierto que las diferencias de aspecto y de conducta, al interior de un grupo de individuos con filiaciones genéticas, pueden ser bastante acentuadas, haciéndose imposible de este modo hallar una fórmula científica para definir lo que es una raza. El antropólogo mexicano Armando González Morales ha afirmado por tanto que la idea de raza —que pertenece manifiestamente al imaginario de los grupos culturales que habitan nuestro planeta— está más ligada a delimitaciones estéticas, éticas y morales que a cuestiones sanguíneas o genealógicas. Ello implica que este término, que usamos tan a menudo, no tiene asidero científico alguno, aunque funcione casi como un signo lingüístico para denotar discrepancias entre grupos humanos. Y siendo así que las razas no existen sino como concepto, resulta pues inadmisible que ellas impregnen los lenguajes musicales. Quiero decir con esto que todas esas ideas acerca de las cualidades musicales de los pueblos son palabrería burda, monserga barata disfrazada de ciencia, cuando no ideología en el más puro sentido de la palabra.
Esta idea sobre la dependencia genética del comportamiento musical desemboca siempre en actos discriminatorios. La Orquesta Filarmónica de Viena se jacta, por ejemplo, de no admitir en sus filas miembros de culturas no europeas, aduciendo que sólo los hijos de Occidente disponen de la predisposición cultural adecuada para reproducir correctamente la música de erudita compuesta en el viejo continente. Habrá quien quiera disfrazar esta política de conservadurismo, aunque más allá de todo eufemismo, la única etiqueta que merece es la de un racismo anacrónico imperdonable. ¿Es cierto que tirios y troyanos no pueden aprender la música que inspiraran las naves de las iglesias de Leipzig o los burgueses salones vieneses?
Bastaría recordar la enorme presencia actual de alumnado asiático en los conservatorios occidentales o los excelentes intérpretes de música erudita europea como Lang Lang, Won Kim o Mitsuko Uchida de China, Corea y Japón respectivamente, para tirar por la borda la absurda idea que la raza determina las facultades musicales de los individuos o de los grupos culturales. Mas sería ciertamente un error pensar que este fenómeno de mímesis musical es reciente y consecuencia directa de la globalización cultural que vivimos en el presente. La literatura historiográfica contiene cuantiosas noticias sobre las enormes dotes musicales de los indígenas americanos para aprender la música que arribó al Nuevo Mundo con la cruz y la espada. El cronista Antonio Vásquez de Espinoza menciona, por ejemplo, que los indios eran “diestros en todo género de instrumentos músicos” y el soldado Bernal Díaz del Castillo que no faltaban “voces bien concertadas” en Guatemala, mientras que Bartolomé de las Casas se asombraba de la magnificencia con que los hombres de maíz ejecutaban la vihuela de mano, las flautas, los violines y las chirimías. Hacia mediados del siglo XX Chet Baker y Charlie Byrd, pese a ser americanos caucásicos, llegaron a ser legendarios intérpretes de jazz, una música que durante décadas mereció en Norteamérica el sambenito de “racial”, es decir, una música de y para afroamericanos. Del mismo modo numerosos estudiosos y aficionados europeos se han adiestrado en los últimos cien años en lenguajes musicales tan remotos como los mandras hindúes, los maqam árabes o los sistemas de comunicación de tambores del África central y oriental. Y esto —quiero subrayarlo—, independiente de qué tan dispares sean sus genes de los de aquellos a quienes fervientemente imitaban. ¿Cómo hubiese sido ello posible si la raza fuese realmente un determinante del comportamiento musical?
Quisiera, para concluir, regresar al fragmento de Achebe, citado líneas arriba. Leído con prisa puede uno pasar por alto que para el autor nigeriano las facultades culturales son inherentes a sus portadores, que para él la disonancia artística resultante del encuentro de mundos distintos se funda en la involuntaria incapacidad de los unos de reproducir cabalmente lo que hacen los otros y no, como es mi pleno convencimiento, en una elección estética coherente basada en el disentimiento. Es ahí, según mi parecer, en la convicción de que los genes prefijan el comportamiento musical o artístico, que Achebe se acerca, sin percibirlo, a las plumas de las cuales busca precisamente distanciarse. Los músicos negros norteamericanos que dieron nacimiento al jazz, como los músicos mestizos que fundaron los lenguajes musicales que hoy se admiran en América Latina como propios, no inventaron las músicas actuales por un error como condicionamiento cultural sino, muy por el contrario, como una decisión consciente de preferencias musicales. Podrían haber decidido tomar el camino inverso —como lo hicieron muchos músicos y aprendieron sistemas musicales de otras latitudes a la perfección—, pero prefirieron el arduo sendero de crear un lenguaje nuevo que resuma las experiencias dispares de que se habían nutrido. Negarles ese recorrido, sería negarles su gran capacidad de innovación y búsqueda, su derecho a ser diferentes; sería negarles su rol fundador y reducirlo a la mera fatalidad de un destino ineludible. El escritor y etnólogo peruano José María Arguedas escribió al final de su vida que todo hombre no envilecido por el odio era capaz de vivir todas las patrias. Tengo la certeza que todo ser humano no atrapado por sus prejuicios es capaz de aprender todas las músicas.